Joachim Boufflet : Los estigmatizados de la Iglesia
Marta Robin no fue la primera en recibir el privilegio de llevar los estigmas. Antes de ella, algunas grandes figuras experimentaron también ese misterio de unión con Cristo.
De Joachim BOUFLET – Historiador. Autor de Los estigmatizados, Paris, Le Cerf, 1996.
Según la Tradición, San Francisco de Asís fue el primer estigmatizado y, en 1224, el don milagroso de los estigmas realizó en él “el misterio inaudito desconocido en los siglos anteriores”. Nombrado signifer Christi, es decir, portador de la señal de Cristo, atestigua que, por pura gracia, Dios puede elevar al hombre hasta ese súmmum de amor y dolor que es la participación efectiva, y ya no solamente afectiva, en la Pasión de Cristo Jesús y en su obra redentora. Así mismo, la estigmatización que solo era, para Francisco, la consumación de unirse al Amado en la alegría perfecta “que colgaba de la cruz, pobre, saturado de amargura y desnudo” (san Buenaventura, Legenda Major, 9, 2) – una alegría que traducirá en sus Laudes, reviste una dimensión de expiación y reparación. Desde un punto de vista externo, esa dimensión llama más la atención sobre el carácter doloroso de las llagas y el aspecto dramático de los éxtasis sangrientos de la Pasión sobre el misterio de alegría sobrenatural que es el origen de los estigmas.
Lo habitual es que los casos sean confidenciales
Los siglos posteriores a la muerte de Francisco (1226), hacen mención de numerosas estigmatizadas, casi siempre mujeres. La más ilustre de ellas es Santa Catalina de Siena (1347 – 1380), que logra que las llagas no le aparezcan. Ella es el origen de la noción de los estigmas invisibles, lo que es absurdo, ya que los estigmas señales son por definición. Como Francisco de Asís, asume el dolor en una alegría radiante, identificándose con Jesús hasta el punto de cumplir en la Iglesia la misión de misericordia del Salvador.
Lo habitual es que los casos sean confidenciales, al abrigo de los muros de los claustros y rodeados de discreción. Es verdad que no se sabe con certeza si era una estigmatizada porque, a las investigaciones rigurosas de las autoridades religiosas y a veces civiles que humillan a las personas y perturban su vida de oración, se suman las sospechas de fraude e incluso las calumnias: por su existencia mortificada, por la práctica heroica de las virtudes y por el reproche vivo que constituye frente al laxismo y a la indiferencia de la sociedad de aquella época, a menudo la estigmatizada molesta tanto como su divino modelo. Además, aunque goce del respeto de las multitudes e incluso del apoyo de la institución, no es inusual que la acallen cuando su voz se hace profética: son pocas las que, como Hosana Andreasi, en Mantua (1149 – 1505) o Juana de la Cruz, en España (1481-1534), desempeñan un papel de intercesión y pacificación reconocido públicamente. Lo habitual, después de un primer tiempo de respaldo, las relegan a un silencio riguroso y las olvidan muy pronto. No obstante, todas experimentan, a semejanza de las santas Catalina de Ricci (1522-1590) y Verónica Giuliani (1660-1727), la alegría seráfica de esa herida de amor místico que, según San Juan de la Cruz, prende el alma con la caridad y se manifiesta mediante señales de sangre en los cuerpos.
La alegría inalterable y la caridad activa cuentan más que los estigmas
El siglo XIX es la edad de oro de la estigmatización. La primera gran figura de aquella época es Ana Catalina Emmerick (1774-1824), beatificada hace poco: a través de ella, se ve de forma evidente cuánto la alegría inalterable y la caridad activa, en particular con los más pobres, cuentan más que los propios estigmas, que no son tanto señales de santidad como llamadas a una mayor perfección.
Tras sus pasos, figuras como María Dominga Lazzeri (1815-1848), una de las famosas estigmatizadas del Tirol, después, Mariam de Jesús Crucificado (1846-1878), la pequeña santa palestina, plantean la caridad como primacía de cualquier unión auténtica con Cristo y ellas mismas consideran sus llagas y visiones como meros epifenómenos. Al contrario que algunas figuras dudosas que teatralizan en exceso su experiencia mística, sin contar unos fraudes probados.
La influencia de Padre Pío y de Teresa Neumann
En el siglo XX, la figura más notable es indiscutiblemente la del Padre Pío (1887-1968). Él es un hombre, es sacerdote y lleva durante más de cincuenta años las llagas de Cristo. Canonizado en 2002, este santo carismático es una imagen viva de Jesús crucificado. Ejerciendo durante medio siglo un prodigioso ministerio sacerdotal, en particular por el sacramento de la reconciliación, le vuelve a llevar a Dios miles de almas. Eso no le impide desplegar una intensa actividad caritativa con la creación de la Casa del Alivio del Sufrimiento, uno de los hospitales más eficientes de aquella época, reservado prioritariamente a los enfermos más necesitados.
Aparte del Padre Pío, no se puede tratar de omitir a Teresa Neumann (1898-1962), una mera campesina alemana cuyos estigmas y éxtasis espectaculares de la Pasión atraen a miles de fieles, dando lugar a un movimiento de oración y conversión inaudito en plena Alemania nazi. Acaban de abrir su causa de beatificación.
«El bien no hace ruido»
Hoy en día, se habla a menudo aquí y allí de una persona estigmatizada de la que se elogian a porfía los dones sobrenaturales y carismas. Sin embargo, como decía san Francisco de Sales, «el bien no hace ruido» y conviene ser circunspecto: pocas son las almas místicas que, más allá del don misterioso de los estigmas, se comprometen con la gran obra de la pura caridad discreta y activa…
Artículo sacado de la revista mensual Il est Vivant ! – n.°232 – noviembre de 2006